Nadie tiene el rostro de mi amada.
Un rostro donde los pájaros
distribuyen tareas matinales.
Nadie tiene las manos de mi amada.
Unas manos que se templan en el sol
cuando acarician lo pobre de mi vida.
Nadie tiene los ojos de mi amada.
Unos ojos donde los peces nada libremente
olvidados del anzuelo y la sequía,
olvidados de mí que los aguardo
como el antiguo pescador de la esperanza.
Nadie tiene la voz con la que habla mi amada.
Una voz que ni siquiera roza las palabras
como si fuera un canto permanente.
Nadie tiene la luz que la circunda
ni esa ausencia de sol cuando se abisma.
A veces pienso que nadie tiene, nadie, todo eso
ni quiera ella misma.